Esta reflexión la escribí en diciembre de 2020, año en que perdimos a mi papá y la pandemia se había instalado llevándose a muchos seres queridos en distintas partes del mundo
No hace mucho, después de que partiera mi papá, hice Pavlova por primera vez. Me había impuesto aprender a hacerla, casi como una obligación. Así que busqué la receta, preparé los ingredientes y comencé con la preparación.
Primero monté un perfecto merengue francés que cociné por 90 minutos a horno bien bajo. Una vez frío lo pasé a una fuente sobre la mesada. Lamentablemente la ansiedad y una mala maniobra hicieron que se rompiera en varios pedazos. Como pude reuní las partes y de a poco las fui uniendo una por una, hasta que quedó una estructura parecida a la original. La capa de dulce de leche ayudó a que la base se mantuviera firme y unida. La crema chantilly junto con las nueces y las frutillas hicieron lo suyo para la presentación. Cuando la llevé a la mesa nadie se fijó en lo rota que estaba. Mucho menos la criticaron. Al contrario. La llenaron de halagos. Le sacaron fotos. Se deleitaron al probar el merengue, crocante por fuera y suave por dentro, que combinado con lo dulce de la cobertura y la acidez de la frutilla hacía de cada bocado una experiencia exquisita.
Yo no sé mucho de pastelería. Lo mío es perseverancia, mucha garra y algo de valentía. Pero lo que sí sé es que cuando termine este año, luego levantar nuestras copas y recordar a los que ya no están, vamos a fundirnos en un fuerte y gran abrazo. Hasta que, como la Pavlova, logremos unir todos y cada uno de los pedazos.
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